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El Elogio. Basta una palabra o una frase para dejar una huella en la vida de los demás.

Algún día, me acostumbraré a que todo lo que hago se considere lo más natural del mundo… – confesó a su vecina una joven ama de casa – … pero si Pedro me elogiara de vez en cuando, yo sería mucho más feliz.

Muy poca gente se percata de lo mucho que los seres humanos necesitamos que nos alienten. De tanto en tanto, debemos sentir la calidez de la aprobación porque -de lo contrario- corremos el riesgo de perder la confianza en nosotros mismos.

Todos necesitamos ver que nos necesitan y nos admiran. Pero, ¿cómo sabremos que nos aprecian, si no escuchamos palabras de encomio de labios de otras personas?

A quien desee mejorar sus relaciones con los demás, le basta mostrar comprensión. La manera de expresarla y de hacer que los otros se sientan importantes y valiosos se reduce a esto: buscar siempre en la otra persona algo digno de admiración y decírselo.

Todo ser humano tiene un concepto de sí mismo, una imagen propia. Para que la vida nos resulte razonablemente satisfactoria, esa imagen debe ser tal, que podamos vivir con ella, que nos guste. Si nos enorgullecemos de nuestra propia imagen, nos sentiremos confiados y libres para actuar de acuerdo con nuestro verdadero Ser. Como consecuencia, nos desempeñaremos óptimamente. En cambio, si nos avergonzamos de la imagen que nos hemos formado de nosotros mismos, haremos lo posible por no manifestarla. Nos volveremos hostiles e irritables. El elogio es el lustre que contribuye a mantener brillante el concepto que una persona tiene de sí.

En la persona cuya autoestima se ha elevado, se obra una especie de milagro. De pronto, le caen mejor los demás. Es más amable y solícita con quienes la rodean. ¿Qué relación hay entre esto y el elogio que usted puede hacer a los demás? Mucha. Usted tiene la facultad de obrar esa clase de milagro en los demás. Si refuerza su autoestima, ellos estarán más dispuestos a acogerle bien a usted y a brindarle su ayuda.

En una ocasión, Lord Chesterfield, estadista y escritor inglés, le aconsejó a su hijo que siguiera el ejemplo del duque de Nivernois, entonces embajador francés en Roma: «Como te habrás dado cuenta, la gente se siente a gusto con él porque él hace primero que los demás se sientan a gusto consigo

El elogio puede tener mucho alcance. El nuevo ministro encargado de una iglesia a la que llamaban en broma «el refrigerador», decidió no regañar a su congregación, porque ésta trataba con frialdad a los extraños. En vez de eso, comenzó a dar la bienvenida a los visitantes desde el púlpito y a decirles a sus feligreses que eran muy amables. Una y otra vez, les hizo una pintura ideal de la iglesia, con lo cual dio a sus fieles una reputación a la cual debían hacer honor. La gente se volvió más cordial. «El elogio transformó a los fríos y reservados feligreses en seres de afable corazón«, dijo el clérigo.

Siempre que se halaga a alguien, hay que echar mano de la sinceridad, pues ésta presta fuerza al elogio. El hombre que regresa a su casa tras un fatigoso día de trabajo y ve a sus hijos con la cara pegada a la ventana, esperándolo, puede nutrir su alma con esa aprobación muda pero inestimable.

El elogio contribuye a suavizar los inevitables roces de la convivencia cotidiana. En ningún contexto es más cierto esto que en el matrimonio. Sin embargo, en el hogar es donde tal vez se valora menos el elogio. El cónyuge que está atento a decir palabras de aliento en el momento oportuno, ha aprendido a cumplir con uno de los requisitos indispensables de la felicidad familiar.

Los niños, en especial, están ávidos de alabanzas, aceptación y aprecio. Una joven madre le contó a una maestra de escuela este emotivo incidente:

«Mi hijito se porta mal a menudo, de manera que debo regañarlo. Pero un día su conducta fue especialmente buena. Esa noche, después de que lo acomodé en su cama y empecé a bajar las escaleras, lo oí llorar. Fui a verlo, y lo encontré con la cabeza hundida en la almohada. Entre sollozos, me preguntó: Mamá, ¿no he sido un buen niño hoy?

La pregunta me traspasó como un puñal. Nunca había vacilado en corregirlo cuando hacía algo mal; pero cuando se portó bien ni siquiera lo noté. Lo había mandado a dormir sin darle una palabra de reconocimiento.»

Tómese la molestia de buscar en los demás algo digno de elogio, y verá que mejora tanto su capacidad como su actitud. El aliento que se produce por medio del elogio es el método más eficaz para lograr que alguien dé lo mejor de sí.

Así como los artistas se complacen en crear belleza para los demás, quien domine el arte del elogio comprobará que éste beneficia tanto al que lo brinda como al que lo recibe. Cuánta verdad encierra la máxima aquella que dice:

«Las flores dejan parte de su fragancia en la mano que las ofrece.«